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sábado, 8 de junio de 2019

"El tren"

(por Jose Mª Santos)


Hacía más de dieciocho años que no montaba en tren. Creo que casi desde que empecé el instituto. Un viajecito corto de clase para visitar una ciudad cercana monumental. Mucho ha cambiado todo desde entonces. He crecido, trabajo… Eso me trajo hoy precisamente a la estación. Ayer mi jefe me llamó de urgencia para sustituir a un compañero accidentado y ahí estaba yo, a punto de empezar un viaje cruzando el país casi de punta a punta,  con la maleta y los trastos junto a mi hermano que me había llevado. Sorprendentemente la estación estaba llena de gente. Dicen que nuestros trenes tienen pocos viajeros, pero no ese día al menos. Estaba un poco nervioso y el tren llegaba con algo de retraso pero al fin allí estaba, antes incluso de lo que yo pensaba tras las últimas noticias.
Me despedí de mi hermano y busqué el vagón al que tenía que subir, justo el de la punta contraria a donde me encontraba, y entre el tumulto busqué mi asiento. Después de tanto tiempo no recordaba muy bien cómo era por dentro, viejo y anticuado, como si no los hubiesen cambiado en años. El hueco para las maletas estaba repleto de ellas y casi no encontré hueco para la mía. Finalmente la metí como pude entre otras dos esperando que no se cayera durante el viaje. Me acomodé en mi asiento y esperé a que se pusiera en marcha. El vagón estaba casi lleno, gente mayor la mayoría excepto una chica al fondo que viajaba con sus padres y otra que se sentaba a mi lado y en la que no me había fijado hasta entonces.
El tren se ponía en marcha, ya no había vuelta atrás, y empezaba el traqueteo de las vías, los tirones y el ruido y poco a poco se me iban pasando los nervios. La verdad no se va del todo mal, pero tampoco brilla por su comodidad y un viaje de varias horas se hace pesado. Aun así, la chica de al lado se quedó dormida poco después. Me había llevado de todo para pasar las ocho horas de viaje. Mi cuaderno de dibujo, el libro que leía en esos momentos, la libreta donde escribo esto… pero era difícil hacer cualquier cosa a gusto. Me conformé con ver mis redes sociales de vez en cuando y escuchar las batallitas de un trío de personas mayores que se divertían recordando viejos tiempos en los sillones del otro lado del pasillo. Estación tras estación la gente entraba y salía del tren pero yo continuaba, mi parada era la última. Poco a poco podía ver las caras de cansancio por el viaje. Cuatro horas eran muchas horas allí sin hacer nada y por fin anunciaban el final del trayecto.
Aquella estación no tenía nada que ver con la nuestra. Cientos de personas subían y bajaban de varios trenes en diferentes vías. Los andenes eran mucho más largos, igual que las escaleras mecánicas que me subían al complejo de la estación. Aquello era como una pequeña ciudad. Tiendas, gente por todas partes y yo tenía que encontrar la puerta por donde tenía que hacer el trasbordo. Todavía tenía tiempo, incluso me dio tiempo de cenar algo y preguntar a una chavalita muy simpática en información que me resolvió todas las dudas en un momento.
Sólo quedaban veinte minutos para la salida y la fila ya era interminable, como el tren que tenía que coger.  Tras bajar otras escaleras mecánicas me enfilé de nuevo en busca de mi vagón. Caminar y caminar. No calculé cuánto pero aquello era interminable. Finalmente llegué y al entrar me encontré con algo totalmente diferente al anterior. Más espacio, asientos muy cómodos, la luz más tenue, monitores donde nos pusieron luego una película. El anterior me parecía prehistórico en comparación con este. Nada de traqueteo, ni un solo movimiento brusco a pesar de ir a doscientos kilómetros por hora. Allí si que era fácil quedarse dormido o leer o escribir. Además parecía que el destino me sonreía y ponía a mi lado otra bonita muchachita aunque apenas hablamos nada mientras estaba inmersa en su teléfono móvil. Tampoco me interesé mucho y me entretuve con la película. Ya la había visto pero era entretenida. Las tres horas del viaje se me pasaban volando y el tren llegaba a su destino final para, al salir, encontrarme otra vez con cientos de personas entrando y saliendo de una estación tan grande como la anterior o incluso más. Cosas de las grandes capitales. Así, cargado con mi maleta y mi mochila, llegaba a la gran ciudad donde me esperaban los compañeros. Dejaba atrás ocho horas de viaje y novecientos kilómetros en los que los nervios iniciales se me fueron disipando poco a poco. Era hora de descansar para la aventura que me esperaba a la mañana siguiente, pero eso es otra historia.




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