Hacía más de dieciocho años que no
montaba en tren. Creo que casi desde que empecé el instituto. Un viajecito
corto de clase para visitar una ciudad cercana monumental. Mucho ha cambiado
todo desde entonces. He crecido, trabajo… Eso me trajo hoy precisamente a la
estación. Ayer mi jefe me llamó de urgencia para sustituir a un compañero
accidentado y ahí estaba yo, a punto de empezar un viaje cruzando el país casi
de punta a punta, con la maleta y los
trastos junto a mi hermano que me había llevado. Sorprendentemente la estación
estaba llena de gente. Dicen que nuestros trenes tienen pocos viajeros, pero no
ese día al menos. Estaba un poco nervioso y el tren llegaba con algo de retraso
pero al fin allí estaba, antes incluso de lo que yo pensaba tras las últimas
noticias.
Me despedí de mi hermano y busqué el
vagón al que tenía que subir, justo el de la punta contraria a donde me
encontraba, y entre el tumulto busqué mi asiento. Después de tanto tiempo no
recordaba muy bien cómo era por dentro, viejo y anticuado, como si no los
hubiesen cambiado en años. El hueco para las maletas estaba repleto de ellas y
casi no encontré hueco para la mía. Finalmente la metí como pude entre otras
dos esperando que no se cayera durante el viaje. Me acomodé en mi asiento y
esperé a que se pusiera en marcha. El vagón estaba casi lleno, gente mayor la
mayoría excepto una chica al fondo que viajaba con sus padres y otra que se
sentaba a mi lado y en la que no me había fijado hasta entonces.
El tren se ponía en marcha, ya no había
vuelta atrás, y empezaba el traqueteo de las vías, los tirones y el ruido y
poco a poco se me iban pasando los nervios. La verdad no se va del todo mal,
pero tampoco brilla por su comodidad y un viaje de varias horas se hace pesado.
Aun así, la chica de al lado se quedó dormida poco después. Me había llevado de
todo para pasar las ocho horas de viaje. Mi cuaderno de dibujo, el libro que
leía en esos momentos, la libreta donde escribo esto… pero era difícil hacer
cualquier cosa a gusto. Me conformé con ver mis redes sociales de vez en cuando
y escuchar las batallitas de un trío de personas mayores que se divertían
recordando viejos tiempos en los sillones del otro lado del pasillo. Estación
tras estación la gente entraba y salía del tren pero yo continuaba, mi parada
era la última. Poco a poco podía ver las caras de cansancio por el viaje.
Cuatro horas eran muchas horas allí sin hacer nada y por fin anunciaban el
final del trayecto.
Aquella estación no tenía nada que ver
con la nuestra. Cientos de personas subían y bajaban de varios trenes en
diferentes vías. Los andenes eran mucho más largos, igual que las escaleras
mecánicas que me subían al complejo de la estación. Aquello era como una
pequeña ciudad. Tiendas, gente por todas partes y yo tenía que encontrar la
puerta por donde tenía que hacer el trasbordo. Todavía tenía tiempo, incluso me
dio tiempo de cenar algo y preguntar a una chavalita muy simpática en
información que me resolvió todas las dudas en un momento.
Sólo quedaban veinte minutos para la salida
y la fila ya era interminable, como el tren que tenía que coger. Tras bajar otras escaleras mecánicas me
enfilé de nuevo en busca de mi vagón. Caminar y caminar. No calculé cuánto pero
aquello era interminable. Finalmente llegué y al entrar me encontré con algo
totalmente diferente al anterior. Más espacio, asientos muy cómodos, la luz más
tenue, monitores donde nos pusieron luego una película. El anterior me parecía
prehistórico en comparación con este. Nada de traqueteo, ni un solo movimiento
brusco a pesar de ir a doscientos kilómetros por hora. Allí si que era fácil
quedarse dormido o leer o escribir. Además parecía que el destino me sonreía y
ponía a mi lado otra bonita muchachita aunque apenas hablamos nada mientras
estaba inmersa en su teléfono móvil. Tampoco me interesé mucho y me entretuve
con la película. Ya la había visto pero era entretenida. Las tres horas del
viaje se me pasaban volando y el tren llegaba a su destino final para, al
salir, encontrarme otra vez con cientos de personas entrando y saliendo de una
estación tan grande como la anterior o incluso más. Cosas de las grandes
capitales. Así, cargado con mi maleta y mi mochila, llegaba a la gran ciudad
donde me esperaban los compañeros. Dejaba atrás ocho horas de viaje y novecientos
kilómetros en los que los nervios iniciales se me fueron disipando poco a poco.
Era hora de descansar para la aventura que me esperaba a la mañana siguiente,
pero eso es otra historia.
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