El día era caluroso, normal en ésta época del año y en éstas
latitudes. Durante toda la mañana quien se cruzaba conmigo me miraba de una
forma extraña, con lástima. No había sonrisas hoy en el pueblo cuando yo estaba
cerca. Ya estaba a punto de ser la hora acordada. Me bebí el whisky que quedaba
en mi vaso de un solo trago mientras todos me miraban de reojo en el salón. Me
puse el sombrero y me dirigí hacia la puerta pero una mano delicada me agarró
del brazo. Al girarme encontré a la joven con quien había pasado la noche
anterior. Sus ojos estaban tristes y una lágrima le caía por la mejilla. Me dio
un beso, el último beso, y me deseó suerte. Algunos se rieron en voz baja
cuando la escucharon pero enseguida dejaron de hacerlo cuando los miré uno por
uno. Le limpié las lágrimas tiernamente y me despedí de ella dándole las
gracias. Lástima que una chica tan hermosa tuviera una vida como la suya. La
miré una última vez y salí del salón.
Las calles
estaban desiertas, aun siendo una hora en la que normalmente bullía con todo
tipo de actividades, pero las ventanas y puertas estaban llenas de ojos
expectantes que me observaban. Acaricié a mi caballo antes de dejarlo atrás y
dirigirme a la plaza del ayuntamiento. Allí me esperaba una figura erguida,
vestida de negro que miraba fíjamente. Era un hombre curtido por la intemperie,
de los que pasaban largas jornadas al sol y dormía sobre mantas en la arena del
desierto, de rostro rudo y un bigote fino que le daba un aspecto fiero y que
contrastaba con el mío, de pantalón y chaqueta y botas relucientes. Nadie daba
un centavo por mí, con mi apariencia de chico bueno y decente de ciudad.
- Pensé que tendría que enviar a mis chicos a buscarte. – Dijo
mientras mascaba un trozo de palillo con los pulgares metidos por el cinturón.
Yo no dije nada. Caminé lentamente a su alrededor hasta colocarme en la
posición correcta. Un silencio de muerte reinaba en todo el pueblo. Algunos,
los más valientes y menos sensibles, salieron de sus casas para presenciar aquel
acto grotesco, donde sólo uno de los dos saldría vivo. Otros se preguntaban por
qué nadie hacía nada para impedirlo, ni siquiera las autoridades estaban
presentes en aquel momento.
Apenas
quedaban unos minutos para el gran momento. El sudor caía por mi cara mientras
observaba a mi oponente detenidamente. Él hacía lo mismo y una sonrisa apareció
en su rostro bajo la sombra de su sombrero. Estaba muy seguro de sí mismo y no
dudaba en alardear delante de todos. El ambiente estaba tenso, no sólo por el calor,
sino por el momento. Ninguno de los dos movía un solo músculo. Entonces se
escuchó un clic casi imperceptible que seguro que la mayoría no escuchó, y el
reloj del ayuntamiento empezó a tocar las campanadas del medio día.
“Doonng”…
Dos
disparos se escucharon entrecortados por el sonido del reloj…
“Doonng”…
Veloces
como dos serpientes habíamos echado mano a nuestros revólveres para disparar…
“Doonng”…
El polvo se
levantó cuando mi oponente cayó al suelo estrepitosamente…
“Doonng”…
Las mujeres
se tapaban los ojos para no ver lo ocurrido y los que miraban dejaron escapar
una exhalación de asombro.
“Doonng”…
Una tras
otra el reloj daba las doce campanadas que resonaban en todo el pueblo,
mientras yo permanecía inmóvil apuntando con mi revólver al otro tipo que yacía
sin vida en el suelo. Tenía la fama de ser uno de los pistoleros más rápidos y
crueles de todo el oeste, pero apenas pudo sacar su pistola en aquel duelo. Dos
disparos certeros, uno en el corazón y otro en la cabeza, se lo impidieron.
Estúpido mal nacido… Ni siquiera me reconocía. Aquella jugada en la timba de
póker la noche anterior sólo era una excusa para traerlo hasta aquí y
ejecutarlo delante de su banda, que estaban ahora perpléjos ante la muerte de
su líder y de todo el pueblo, por los crímenes cometidos contra mi familia hace
años al otro lado del mundo, en Europa, de donde había venido huyendo.
Por fin lo
había encontrado. Por fin había hecho justicia.
Acrílico y tinta en papel,12x18cm.
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