Nadie se atrevía a viajar por
aquellos parajes y mucho menos un jinete solo y sin protección, lo que llamaba
la atención de los moradores del desierto. Por eso los exploradores orcos lo
seguían a escondidas. Intentaban averiguar quién era y hacia dónde se dirigía y
se sorprendieron al verlo tomar el camino hacia la Gran Meseta. Era un camino
peligroso a través del desierto de rocas hasta las montañas, y no sólo por los
orcos que merodeaban por allí. El sendero que subía entre montañas era
escarpado y pedregoso, como casi todo en aquella región, de muy difícil acceso,
pero era el único camino hasta la gran planicie conocida como La
Gran Meseta Roja. Por eso un cruel y
poderoso caudillo orco llamado Garzhog “el Despiadado” había instalado allí a
su tribu, al pie de una antigua fortaleza en ruinas de edades anteriores. Desde
allí se divisaba toda la región a cientos de leguas de distancia.
Mientras ascendía lentamente por
el sendero docenas de ojos vigilantes los observaban escondidos, con sus arcos
tensos y dispuestos para acribillarlo con sus flechas envenenadas, pero ninguna
voló sobre los acantilados rocosos. Tras un largo camino atravesó la puerta de
acceso a la planicie. Dos columnas de roca, grabadas hace años con runas y
símbolos de los antiguos habitantes de la región, ahora tallados con toscas
cabezas de orco y pintarrajeadas con los colores y símbolos del clan, daban
paso a una extensa llanura protegida por las montañas en todo su perímetro.
Allí un puñado de orcos se le echaron encima inmediatamente mientras otros le
apuntaban con sus arcos, pero una orden imperiosa los hizo detenerse delante de
él.
-Llevadme ante vuestro jefe. –Sonó
una voz potente debajo de aquella capucha negra que ocultaba su rostro.
Inmediatamente un orco de piel oscura lo llevó por las riendas hasta las
puertas de la fortaleza en ruinas. Allí, bajo una tienda, se encontraba un
enorme orco de aspecto imponente, vestido con pieles y partes de una armadura
desgastada, que se sorprendió y enfureció al ver a aquel forastero que ahora
desmontaba de su caballo. Una daga voló rozando su cabeza clavándose en la
garganta del otro orco que sujetaba las riendas del caballo y el enorme
caudillo cogía un hacha dispuesto a matar al visitante.
-Yo escucharía primero lo que
tengo que ofrecerte. –Dijo el viajero echándose hacia atrás la capucha y
dejando ver su rostro.
Era un hombre de porte noble,
pelo oscuro y trenzado como un elfo que le caía por los hombros y barba de una
semana. El orco se detuvo frente a él. A pesar de la altura del forastero el
orco lo sobrepasaba en otras dos cabezas más de altura y su musculatura
prodigiosa.
-Habla antes de que te parta en
dos. –Dijo con una voz gutural.
-Busco a Garzhog. He oído que ha
intentado unir todas las tribus de orcos bajo un mismo estandarte, pero que sus
rivales se lo han impedido y ahora quieren eliminarlo.
-Esos malditos bastardos acabarán
sucumbiendo bajo mis botas.
-Pero no tienes el poder ni el
ejército suficiente para hacerlo. –Dijo sonriendo. Desde el principio supo
exactamente a quien buscar.- Yo puedo darte lo que necesitas.
Garzhog intentaba intimidarlo
pero la mirada del extraño viajero era arrogante y segura de sí mismo. Entonces
surgió un humo negro de sus manos y apareció un gran hacha de guerra. Su mango
era de madera negra forrado de cuero y su hoja era también negra con un brillo
rojizo. Unas runas antiguas estaban inscritas en ella.
-Este es Brandurt, “el Filo de
las Profundidades”. Fue forjado en las fraguas del inframundo hace milenios. Con
él someterás a tus enemigos y tu pueblo será grande como nunca antes lo ha sido
bajo tu mando. Es tuyo si lo quieres. –Dijo extendiéndole el arma. Garzhog lo
cogió y unas chispas recorrieron la hoja grabando su nombre en ella con runas y
una nueva fuerza invadió su cuerpo mientras la sujetaba. –Te acepta como amo.
-¿Quién eres, hechicero, y por qué
me entregas esto? –Preguntó el orco sorprendido.
-¿Qué importa eso? –Respondió- No
soy nadie importante. Solo necesito a tu pueblo unido bajo el mando de un caudillo
poderoso e inteligente. Entonces todos os temerán y su miedo será mi regocijo.
Sólo hay una condición. Un día necesitaré a tu pueblo y acudiréis a mi llamada, de lo contrario el portador del arma sucumbirá bajo su hoja y su alma vagará
eternamente. Recuerda estas palabras a tus hijos, pues será alguno de ellos
quien deba hacerlo.
-¿Y cómo sabremos cual es esa
llamada? –preguntó el orco.
-Él os lo dirá y os guiará. –Dijo
señalando el hacha con la mirada. El orco se puso el puño en el pecho y levantó
el arma en señal de lealtad.
-Si Brandurt me da el poder que
quiero mi pueblo acudirá a tu llamada.
El viajero asintió, se cubrió de
nuevo con la capucha y montó en su caballo volviendo por donde había venido.
Toda la tribu lo siguió con la mirada, atónitos y sin saber qué había ocurrido.
Cuando se había alejado lo suficiente, sendero abajo entre las rocas, y
habiendo dejado atrás la planicie el caballo le habló con una voz profunda.
-Sigo sin entender por qué lo has
hecho. Tarde o temprano descubrirán de dónde salió ese arma.
-Podrían haberlo encontrado en el
túmulo de la gran batalla y no me importa perderla por un tiempo. Aún queda
mucho por hacer y no lo conseguiremos solos.
Y con un reflejo verde en sus
ojos desaparecieron como humo en la extraña niebla que empezaba a formarse en
los profundos valles.
"Garzhog, El despiadado"
Tinta en papel, 18x12cm.