(por Jose Mª Santos)
Tras dejar
aquella cabaña ruinosa atrás se dirigieron al bosque desfiladero abajo. Desde
que divisaran el valle tras aquellas escarpadas montañas una especie de
desasosiego invadió al grupo. Corrían historias sobre aquellos parajes que
hablaban de hechizos y brujería. El desfiladero se estrechaba más y más
mientras descendían. Enormes rocas verticales se cernían sobre ellos a uno y
otro lado del grupo. Cuanto más descendían más parecía pesar el aire a su
alrededor y los caballos parecían cansados. Alguien sugirió que el embrujo
empezaba a afectarles. Finalmente, tras un recodo del camino, las rocas
terminaron y se encontraron ante un extenso bosque de árboles de tonos oscuros,
sin un solo brillo aun a la luz del sol de mediodía. Por eso se lo conocía como
el Bosque Oscuro. El camino serpenteaba quinientos o seiscientos metros antes
de que las sombras de los árboles lo cubrieran por completo. Los caballos se
resistían a seguir por momentos, recelosos de las sombras, pero los jinetes les
hicieron continuar. Aun así seguían inquietos y resoplaban sin cesar asustados.
Lentamente
llegaron al borde mismo del bosque. Desde allí apenas podían ver el camino más
allá de una docena de metros. Entonces una voz los sobresaltó. A su derecha
había sentado sobre el tocón de un árbol caído un anciano de pelo blanco como
la nieve y vestido con una túnica andrajosa. Ni siquiera se habían dado cuenta
de su presencia hasta que les saludó amablemente.
-Un extraño grupo –Dijo al ver a los jinetes, algunos con
armaduras otros no, pero todos armados con espadas, hachas o arcos- ¿Hacia
dónde os dirigís?
-Somos viajeros –Dijo quien iba al frente evitando dar
muchas explicaciones-. Necesitamos cruzar el bosque.
-Mala idea –Respondió el anciano-. Nadie atraviesa el bosque,
aun pertrechados como vosotros. Dicen que está embrujado.
-Eso hemos oído, pero no creemos en esas historias. –Quién
hablaba era un anciano de barba blanca que portaba un cayado con runas
grabadas, un mago sin duda.
-Sólo quería advertiros, mi señor. –Dijo el anciano con una
reverencia-. Hace tanto que no encuentro viajeros… Nadie viene por aquí excepto
esos salvajes de piel verde, pero ni siquiera ellos se adentran en el bosque.
Tienen miedo de la torre que vigila desde la colina, al otro lado. Creen que un
hechicero mora en ella.
-¿Cómo has sobrevivido a los orcos hasta ahora?
-¡Oh! Esas bestias son muy supersticiosas, un par de trucos,
unos supuestos amuletos mágicos y te dejan tranquilo. –Entonces se levantó con
dificultad apoyándose sobre un bastón resquebrajado. Por sus crujidos parecía
que se rompería en cualquier momento. –Os deseo un buen viaje y tened cuidado.
No es la magia lo que debéis temer ahí dentro –Los hombres se quedaron
esperando a que continuara mientras se movía lentamente hacia el camino.
-¿Qué? –Preguntó por fin el cabecilla- ¿Qué hay en el
bosque? ¿Con qué debemos tener cuidado?
-Lobos, joven amigo, lobos tan grandes como vuestros
caballos. Los escucho cada noche. Sus aullidos retumban por todo el valle. –Y
se alejó pesadamente camino arriba hacia el desfiladero. Aquella cabaña de la
cima seguro que era suya.
-¿Quién eres? –Preguntó el mago-. ¿Cuál es tu nombre?
-¿Qué importa eso? –Respondió- Hace tanto que no soy nadie…
-Y continuó sin mirar atrás dejando a los jinetes perplejos.
Aquel anciano les había puesto la
piel de gallina pero no había vuelta atrás. Con lobos o sin ellos tenían que
seguir adelante. Poco a poco las sombras los envolvieron y dejaron de verse
entre los árboles. El anciano miró atrás por un momento, sonriente, los ojos le
brillaron con un reflejo verde esmeralda y desapareció entre las rocas del
desfiladero.
Tinta sobre papel Fabriano
18x12cm